14 octubre, 2006

CARAVASAR, 14 de octubre 2006


Hace poco, fue publicado mi libro Acto de amor de cara al público (ver portada al final), por la Editorial El perro y la rana. En él se emplea un arpa más parecida al kantele finlandés (como el de la ilustración a la izquierda), que al arpa que conocemos. A continuación, el texto del cuento que da título al libro.

Acto de amor de cara al público


Tierra


Hace muchos años, tantos que no caben en la memoria de ningún individuo, ocurrió la historia de un arpa de la que resultaba imposible extraer melodía alguna.
Pertenecía al emperador Shih Huang Ti, el constructor de la Gran Muralla, y la había fabricado el mago más poderoso de toda China –incluida Manchuria–, con madera de las ramas de un árbol kiri que, por la majestuosidad de su estatura, merecía comparársele con Fu Sang, el Árbol de la Inmortalidad.
Su copa era tan elevada que quien subiera a ella podía dialogar con los astros.
Sus raíces se hundían a tal profundidad en la tierra que mil hombres tirando de él simultáneamente, en una misma dirección, no lo habrían movido de su posición original, ni siquiera el espacio ocupado por la circunferencia de un planeta de polvo, de esos que a contraluz se muestran errantes, cabalgando sobre un rayo de sol.
A cientos de metros debajo suyo, rodeado por el espeso tejido que formaban las raíces, dormía desde hacía siglos un dragón de plata.
Este árbol se mantuvo incólume durante casi mil años, en el desfiladero de Lung Men hasta que, valiéndose de un hechizo, el mago se atrevió a mutilar algunas de sus ramas bajas.
Para evitar el despojo, el kiri tensó su madera cuanto le fue posible y solidificó su savia hasta un nivel comprometedor para su vida, pero inútilmente. Lo único que consiguió fue impregnar de su espíritu indomable los fragmentos extirpados a su enorme cuerpo.
En un primer momento, el mago pretendió fabricar una pareja de autómatas, pero la solidez nudosa del material le obligó a cambiar de idea.
Luego pensó construir un mueble para guardar sus sueños y los de todos los habitantes de la comarca, pero también a ello se opuso la madera.
Al fin, contemplando la obstinada curva de la rama más ancha, se le ocurrió tallar un arpa capaz de torcer con su canto el rumbo del rocío matutino sobre los crisantemos y de tornar al fabuloso leopardo negro en un vendaval de escarcha.
Al cabo de varios días de sublime labor, el arpa desafiaba la belleza de las vírgenes de jade y eclipsaba la claridad del mismo rey del cielo. La alejaba de la perfección el peor de los defectos que puede habitar en un objeto creado para hacer música: al rasgar sus cuerdas, permanecía muda e indiferente al esfuerzo de los ejecutantes. No había mano ni encantamiento que le extrajese un acorde.



Fuego


Shih Huang Ti se caracterizó por ser un gobernante de grandes decisiones.
Además de iniciar la construcción de la Gran Muralla, para defenderse de las invasiones tártaras, dividió al país en treinta y seis provincias. Uniformó las leyes y también las pesas y las medidas. Desarmó a los señores feudales, trazó canales y carreteras y simplificó la escritura.
El lado negativo de su gobierno lo emparenta con Amr Ben El Assí, lugarteniente de Omar, quien hizo quemar la Biblioteca de Alejandría y con Nabonasar, monarca de Babilonia que mandó a destruir todas las historias y relatos de los reyes que le antecedieron, para que la historia comenzase con él.
Ti ordenó la cremación de todos los libros escritos antes de su ascenso al poder, como castigo a los autores que se habían atrevido a criticar su política.
Muy pocas obras escaparon a la acción del fuego.
Sin embargo y como ocurre cada vez que los tiranos le dan la espalda a la historia, la catástrofe generó una actividad literaria de enorme intensidad.
En los años posteriores a la quema se recopiló y publicó de nuevo todo cuanto habían devorado las llamas y además de las tablillas de madera sobre las que se “rayaban” los manuscritos, se empleó la seda como soporte para los libros y se escribió no sólo con pluma de bambú, sino también con pincel de pelo de camello.
De esta época también data un inventó que perdura hasta nuestros días, la llamada tinta china, mezcla de hollín de pino y cola, cuyo propósito es el de preservar por más tiempo lo escrito.
Cómo llegó el arpa indomable a poder de Ti es algo que permanecerá oculto hasta el último de los días del hombre.
La conjetura más admisible es que fue obsequiada al emperador por el propio mago que la fabricó o por algún señor feudal que quería congraciarse con él.
De lo que sí hay seguridad en las crónicas chinas es de que, durante varias décadas, el instrumento formó parte del tesoro de Ti y de que los más grandes arpistas del Imperio, sin excepción, se embadurnaron de fracaso, al acometer su inexpresivo cordaje.



Aire



Cada vez que aparecía un nuevo ejecutante para el arpa, ésta era trasladada desde la habitación donde se le guardaba, hasta el centro de la Gran Sala Imperial.
Siguiendo unas estrictas reglas de protocolo, alrededor del arpista se ubicaban el emperador y su séquito.
Pero en lugar de la música de agua y terciopelo que anunciaba su presencia, el arpa nada más ofrecía acordes toscos, sonidos huraños que indignaban los dientes o notas desdeñosas, en nada parecidas a las melodías que los maestros intentaban desprender.
Sin que nadie lo hubiese propuesto ni impuesto, estas sesiones habían desarrollado un curioso ritual que iba más allá del protocolo: se iniciaban con un largo saludo y una venia al emperador.
Proseguían con un inventario de méritos propios y de vituperios elegantes contra los colegas predecesores. El maestro de turno explicaba porqué habían fracasado todos antes que él y porqué él no habría de hacerlo.
A continuación, extendía las manos a uno y otro lado de las cuerdas y por último sonreía orgulloso, hasta el momento en que el cordaje exudaba el primer sonido torpe.
La mayoría de los rostros, incluso el del emperador, se arrugaban a partir del segundo o del tercero aunque, por la regularidad del fiasco, muchos de los cortesanos se anticipaban al discorde inicial.
Tal como el arco que Atenea obsequió a Ulises y al cual sólo él podía tensar su cuerda, apostar una flecha y asaetear con ella a enemigos y piezas de caza. Tal como Excálibur, la espada que puso a prueba su propia paciencia, aguardando en una piedra la mano de Arturo, de igual manera el arpa rebelde parecía tener una sola persona en el mundo apta para convertirla en un manantial de resonancias, en una lluvia de vibraciones.
Por esa persona esperaron Shih Huang Ti y su corte durante casi toda su existencia terrenal.


Agua


Un día como cualquier otro se presentó un nuevo maestro llamado Pai Ya y era tal su arte que a su nombre lo sucedía un apodo: El Príncipe de los Arpistas.
Aunque cuando se presentó ante el emperador su fama era considerable, también lo era la de la mayoría de quienes le habían antecedido.
Por ello, su nombre no escapó a las mofas y a los poemas de factura popular en los que se ponía en duda su habilidad.
Al contrario de los músicos que se habían marchado con el prestigio hecho añicos, Pai Ya no se molestó por las burlas ni hizo valer su condición de huésped imperial para acallar los comentarios que se suscitaban a su paso.
A quienes le apremiaban para que enfrentase a sus gratuitos detractores les obsequiaba con una sonrisa medida, les dedicaba una leve inclinación de su torso y les envolvía en la misma frase:
–El único comentario que me importa es el del arpa.
Tal respuesta fue llevada en más de una ocasión a oídos del emperador, en boca de quienes consideraban una afrenta que el comentario del soberano no contase para el artista.
Para fortuna de Pai Ya, Shih Huang Ti convalecía de una dolencia y no prestó mayor atención a los que pretendían adularle con chismorreos y maledicencias.
Al momento de acometer el arpa, Pai Ya no se comportó como los demás ejecutantes.
Con gran humildad saludó al emperador y al resto del auditorio y luego se concentró totalmente en ella.
Durante los primeros minutos de un tiempo que pareció inmovilizarse, suspenderse en el aire como el vaho que precede al arco iris, Pai Ya se dedicó a acariciar las cuerdas y el cuerpo de madera.
En lugar de un discurso simultáneo al intento de domesticarla, Pai Ya recorrió en silencio, experimentando un evidente deleite táctil, toda la estructura del instrumento, como quien recorre las intimidades de un ser amado.
En torno suyo, se apagaron los sarcasmos, se oscurecieron las dudas y un mismo sentimiento se adueñó de cada uno de los presentes.
El primer contacto melódico de Pai Ya con las cuerdas dio paso a una armonía que en principio apenas resultó audible, como si el lugar de donde procedía se abriese tras un inmemorial letargo.
En pocos minutos, la música se elevó por encima de las cabezas, engendró un anillo voluptuoso alrededor de cada oyente y evitó que nuevas bocanadas de tiempo penetraran en la estancia.
Pai Ya despertó en el arpa todos los sonidos conque la naturaleza desborda a la imaginación, desde el murmullo que se produce en el horizonte cuando cambian las estaciones, hasta el crepitar de las hierbas en crecimiento y el vigilante mutismo de las piedras.
Hizo escuchar el torrente de los principales ríos, descendiendo por los montes y descansando en las acequias. Dejó oír el nítido paso de la brisa sobre las montañas y las cabelleras de los árboles.
Dio vida sonora a cascadas, a pétalos que se abren, a insectos que transportan el polen de uno a otro lado de un bosque.
Arrojó sobre su arrobado auditorio el susurro de los granos de arroz mientras se forman en las espigas y mostró el trémolo saludo que tributan las aves a cada nuevo amanecer.
Pai Ya hizo que el arpa cantase al amor y a la guerra, a la majestuosidad de lo excepcional y a la pequeña magnificencia de lo cotidiano, a la tempestad y al cielo abierto, al dragón que cabalga sobre el rayo y al tigre que acecha entre los arbustos, a la luz que disecciona las sombras y a las sombras que desvanecen los últimos fulgores del atardecer.
Cuando concluyó, el emperador, aún extasiado por lo que acababa de oír, preguntó al arpista cuál era el secreto de su éxito. –Señor –respondió Pai Ya–, todos los demás fracasaron porque sólo se cantan a sí mismos. Yo dejé que el arpa escogiera los temas de su música y luego me confundí con ella. Lo que ustedes presenciaron fue un acto de amor. Como si estuviese con una mujer amada, en esos momentos no habría sabido decir si el arpa era Pai Ya o Pai Ya era el arpa.




13 octubre, 2006

CARAVASAR, 13 de octubre 2006






El recurso “Rashomon”




Uno de los recursos estructurales característicos de la narrativa contemporánea es el relato de un mismo hecho o un conjunto de ellos, desde múltiples puntos de vista.
Aparentemente, el origen de tal recurso se encuentra en dos novelas policíacas debidas al escritor inglés William Wilkie Collins quien, en 1860 y 1868, publicó dos obras cuyos personajes ofrecen sus particulares versiones de las mismas historias.
Tales novelas fueron tituladas, respectivamente,
La Dama de Blanco y La Piedra Lunar.
Sin embargo, no fue de ninguna de estas dos obras de Wilkie Collins de donde el recurso en cuestión tomó su nombre, sino de un cuento japonés, publicado en 1915, cuyo título era “Rashomon”.



Éxito cinematográfico, no literario



En realidad, “Rashomon” se hizo célebre, no a partir de su publicación en la segunda década del siglo XX, sino en 1950, gracias a la versión fílmica que de él hiciera el cineasta japonés Akira Kurosawa.
La película de Kurosawa obtuvo ese año el Premio del Festival Cinematográfico de Venecia y, al tiempo que dio a conocer al público occidental al actor Toshiro Mifune, reveló la existencia de un escritor japonés llamado Ryonosuke Akutagawa (en la imagen con forma de estampilla), autor del cuento original de “Rashomon”.
En este relato, se presentan varias versiones de un crimen, contadas por sus protagonistas: el asesino, el esposo de la víctima, algunos testigos y la víctima misma, quien comunica la suya a través de una medium.
Dos de las grandes obras de la literatura universal en el siglo XX fueron estructuradas a la manera de “Rashomon”: se trata de
El Sonido y la Furia, del escritor estadounidense William Faulkner, y El Cuarteto de Alejandría, un conjunto de cuatro novelas del poeta y novelista inglés Lawrence Durrell, tituladas Justine, Baltasar, Mountolive y Clea.
Ahora bien, ni Wilkie Collins, ni Akutagawa, ni Faulkner, ni Durrell lo advirtieron pero, mil ochocientos años antes y sin que sus cuatro autores se lo propusieran, fue escrito el primer texto narrativo cuya trama se relata desde diferentes puntos de vista.



Protagonista: Jesús de Nazareth



Se trata, por supuesto, de los cuatro Evangelios, los libros en los cuales se ofrece igual número de versiones de la vida y obra del mismo personaje histórico: Jesús de Nazareth.
A diferencia de los libros contemporáneos que emplean el recurso “Rashomon”, los Evangelios no son obras de ficción -aunque tienen mucho de ella-, sino cuatro pequeñas biografías no exhaustivas sobre Jesús, a través de las cuales se pretende establecer su doble condición de Mesías y de Hijo de Dios.
Los cuatro fueron escritos en el primer siglo de la era cristiana y tienen entre sí algunas diferencias.
El primer Evangelio se debe a Mateo y fue elaborado en una fecha indeterminada, anterior al año 55 de nuestra era, entre cuya fecha y el año 61 fue escrito el de Marcos.
El de Lucas fue hecho un año antes, en el 60, y el de Juan en la última década de la primera centuria.
A partir de esos cuatro relatos, fue construida la imagen oficial de quien ha sido desde entonces, la figura histórica más importante de los últimos dos mil años.



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Y ya que me puse bíblico, he aquí un breve texto que figura en mi libro de humorismo Vine. Vi. Reí:



No lea La Biblia al azar



Quienes mejor conocen La Biblia se eximen de recomendar su lectura abriendo páginas al azar, debido a que no siempre los mensajes e informaciones que se obtienen son los más apropiados.
En lugar de eso, recomiendan el estudio inteligente y constante del “Libro de los Libros”, como el mejor modo de aprovecharlo.
Como ejemplo negativo de lo que puede resultar cuando se lee
La Biblia
abriendo páginas al azar se cuenta el caso de un hombre que estaba muy deprimido y, siguiendo el consejo de un amigo, se puso a buscar un mensaje revelador.
La primera vez que abrió
La Biblia, colocó su dedo sobre la frase “Y Judas fue y se ahorcó”,
del Evangelio de San Mateo (Mateo,27,5).
A continuación repitió la operación y la frase que apareció fue: “Id y haced lo mismo”,
que figura en uno de los Salmos, no sé específicamente cuál.
Por tercera vez, el atribulado hombre abrió
La Biblia al azar y su dedo índice se posó sobre una frase del Evangelio de San Juan: “Lo que vas a hacer, hazlo pronto”. (Juan 13, 28).

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